Juan Carlos Olivas​​ (Turrialba, Costa Rica, 1986).​​ Estudió Enseñanza del Inglés en la Universidad de Costa​​ Rica (UCR). Se desempeña como docente. Ha publicado​​ L4 poemarios entre los que destacan​​ Bitácora de los​​ hechos consumados​​ (EUNED; 2011) por el cual obtuvo el​​ Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011 y​​ el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua​​ 2012;​​ Mientras arden las cumbres​​ (EUNA; 2012), libro que​​ le valió al autor el Premio de Poesía UNA-Palabra 2011,​​ El señor Pound​​ (EUNED, 2015; Instituto Nicaragüense​​ de Cultura, Nicaragua, 2015) acreedor del Premio​​ Internacional de Poesía Rubén Darío 2013,​​ El Manuscrito​​ (Editorial Costa Rica; 2016) Premio de Poesía Eunice Odio 2016,​​ En honor deldelirio​​ (El Ángel Editor; 2017)​​ Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 en Ecuador,​​ El año de la necesidad​​ (Ediciones​​ Diputación de Salamanca; Salamanca, 2018),​​ Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández​​ Labrador,​​ Contra un cielo pintado​​ (EUNED; 2021) y​​ Los vínculos​​ salvajes​​ (Nueva York Poetry Press, 2025). Su obra​​ ha sido traducida parcialmente a 18 idiomas.

 

 

 

 

 

 

 

 

A nadie vamos a engañar con esto:

El tiempo exige sangre.

 

Lo intuía el padre de mi padre​​ 

al talar el primer árbol,​​ 

hube de saberlo entonces​​ 

al sentirlo caer, tan fuerte era,​​ 

bajo el estrépito de una selva​​ 

rodeada por bárbaros.​​ 

 

Parte de un hacha​​ 

sabe que es un fantasma de madera.​​ 

No se le puede culpar.​​ 

Convenimos hacer una casa​​ 

de ese y muchos árboles​​ 

que corrieron igual suerte,​​ 

sin saber que nombrábamos,​​ 

noche tras noche,​​ 

impero tras imperio,​​ 

las entrañas silentes de un cadáver.

 

Aun así,​​ 

aquella y ciertas casas nos protegieron​​ 

de la crueldad de los elementos,​​ 

bailamos sobre sus pisos encerados,​​ 

vimos crecer a otros en la paz de sus savias,​​ 

y morir a cuanto ancestro​​ 

pueda enterrarse en sus afueras.​​ 

 

Pero algo reclamaba en silencio​​ 

aquella cortadura,​​ 

los veranos se presentaban lentos​​ 

como cortejos fúnebres,​​ 

había una rara expectación​​ 

entre lo que la vida solía disponer​​ 

y lo que el destino impuso a toda costa.​​ 

 

Lo que los bárbaros llamaban fragancia,​​ 

para mí era un hondo olor a sangre.​​ 

No sabía que la muerte hilvanaba​​ 

tan fina y tan diversa nuestra historia.​​ 

 

Y ahora, estamos aquí,​​ 

tratando de elegir palabras​​ 

que definan el sabor del hierro,​​ 

sorteando los embates de los leñadores,​​ 

amparados a la única luz​​ 

que emigra a sus adentros.

 

Y entre todas las formas​​ 

que surgen de este claroscuro

aun persiste la que empaña tus ojos:

ya no busques tu casa,​​ 

no somos más​​ 

que la herida que habitamos.

 

 

 

 

 

 

 

Hoy es un buen día​​ 

para fingir que he muerto.​​ 

 

El último día del año​​ 

en que todo es permitido,​​ 

incluso la verdad;

decir que no nos gustan​​ 

las reuniones familiares,​​ 

o proponerse un vicio

para después dejarlo,​​ 

y agitar una bandera

a la manera del héroe,​​ 

sin duda el más amargo,​​ 

el desolado príncipe​​ 

del que hablaba Nerval

antes de ser con su cuerpo​​ 

paisaje de árbol de su sangre.​​ 

 

Todos deberían fingir su muerte​​ 

al menos una vez, esconderse​​ 

y divertirse detrás de la cortina

viendo cómo el pánico hace de las suyas.​​ 

 

Has de saber entonces​​ 

quién vendría y quién no.

Quién llegaría a contemplar​​ 

el prodigio de tu carne aún tibia​​ 

o quién hurgaría en tus bolsillos​​ 

o quitaría de tu dedo el anillo de oro.​​ 

 

Al menos a mí me mata

-valga la paradoja-​​ 

la curiosidad de verme muerto.​​ 

 

Habría que dejar cada cosa en su sitio,​​ 

una ventana encendida​​ 

o el balcón abierto como Lorca,​​ 

y los motivos escritos​​ 

en las patas de las luciérnagas;​​ 

que ellas lleven el mensaje,​​ 

que den el aviso en las tabernas​​ 

y en los parques.​​ 

 

Sería preciso pensar en qué decir.

Total, serían las últimas palabras,​​ 

aunque cada palabra dicha​​ 

siempre fue la última,​​ 

con todo lo que implica​​ 

su verdad o su mentira.

Pero esta vez,​​ 

el lobo sí vendría a devorarnos.

 

En fin, que hoy nada me placería más

que arrancarle un cuerno​​ 

a esta bestia llamada realidad,

apuntarme con el índice en la sien,​​ 

y de una vez por todas​​ 

halar el gatillo

y reírme.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

A veces me preguntan mi nombre y digo: Ulises.

 

Por los mares de las noches abiertas

navego con mi barca de niebla​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ hacia la música.​​ 

Al fondo, late un canto,​​ 

un signo órfico que rueda​​ 

por el filo de la luna hasta caerse.

 

Libros viejos me acompañan,​​ 

mi tripulación que combate el vendaval

corona este huracán hecho de letras.

 

Los cadáveres de las sirenas en la espuma​​ 

nos recuerdan lo que no hay que seguir;

pero, la magia sigue siendo una​​ 

a pesar del misterio y sus embustes,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ a pesar del diamante

y la autofagia de los dioses,​​ 

a pesar de todas las Penélopes​​ 

ahogadas en la orilla de la espera.

 

Ningún hijo está a salvo​​ 

de compartir el destino de su padre.

 

No más puro que el deseo

el árbol maldito sabe que puede dar sus frutos,​​ 

y hay tinta que discurre con la lluvia​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ que mermó a su tiempo.​​ 

 

Lo que depara el mar es lo infinito.

No la dorada costa​​ 

donde el sol se pudre tardo,​​ 

no los oráculos que auguran​​ 

las victorias de nuestros enemigos,​​ 

no los fantasmas de la perfección​​ 

en un vaivén de plata detrás de los helechos.​​ 

 

Va más allá,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ emigra su verdad​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ como el rayo de culpa​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ hacia la carne;​​ 

convierte en naufragio todo orden,​​ 

desaparece los días para siempre.​​ 

 

A viejos llegan​​ 

los que ya no fueron héroes.

 

Un sueño truena aún en la memoria.​​ 

 

A veces me preguntan mi nombre,​​ 

y sin saberlo, digo: Ítaca.

 

 

 

 

 

 

 

Caminábamos por barrios finos

para soñar que eran nuestras,​​ 

al menos un momento,​​ 

las bellas casas que jamás tendríamos.​​ 

Tú decías que cambiarías esto o aquello,​​ 

que pondrías cierta pintura tenue​​ 

en esta o tal fachada,​​ 

que nuestros gatos serían felices​​ 

en aquel jardín frontal junto a los gnomos

y los renos de navidad.​​ 

Yo solo aspiraría al silencio de esa casa;

la que, para entonces,​​ 

tras mucho sudor de sol a sol,

ya sería nuestra.

Aquellos éramos nosotros,​​ 

tocando cielos y paredes de humo,​​ 

jugando a posponer la eternidad.​​ 

Nunca pude darte casa alguna,

y aunque a lo lejos parezca imperceptible,​​ 

habitaste siempre en mis palabras,​​ 

nuestro único refugio por lo demás insuficiente.​​ 

Ahora has puesto en ellas lo que siempre anhelaste.​​ 

Yo te contemplo en silencio​​ 

y te dejo hacer con la casa lo que quieras.​​ 

 

 

 

Tomen lo que ofrezca todavía​​ 

un cuerpo partidario del amor.​​ 

Eduardo Langagne​​ 

 

 

Si total ya no me importa demasiado,

que hagan con mi cuerpo lo que mejor les plazca.​​ 

Quizás sirvan aun las córneas, inertes pero vivas​​ 

por haber visto lo que ellas solo callan.

Que tomen mis pulmones alelados de humo​​ 

como dos nubes pálidas y henchidas.​​ 

Que se lleven mi lengua, que la regalen a un marino​​ 

o a alguien cuya vida esté ligada con el agua,​​ 

y vuelva a hablar cuando partan las naves​​ 

en cualquier hora, cualquier puerto.​​ 

 

Córtenme las manos y dénselas al viento

partido por las labores del herrero,​​ 

o a quien cultive una pitahaya, un limón,​​ 

o un colmillo de elefante entre maderas y cuerdas.​​ 

 

Que traspase mi hígado el fantasma del fulgor

una vez más, en un cuerpo feliz, celebratorio;

así como mi sexo que tantas veces se paró​​ 

para atisbar el cielo y lo encontró​​ 

en cavernas húmedas de carne.​​ 

 

Tengan la bondad de llevarse mi vejiga,​​ 

mis riñones encalados de tiempo,​​ 

el que se fue, el que me hirió como un puñal​​ 

cuando lo tuve.​​ 

 

No dejen mi piel sobre el sofá;

puede que sea un buen abrigo de segunda mano

el día que tu infierno esté cubierto de nieve.

 

Me queda por donar el corazón,​​ 

pero qué clase de poeta sería yo,​​ 

que bazofia parlante,​​ 

si no lo diera entero a los gusanos,​​ 

a esta tierra arada de luz y podredumbre.

 

Si ya quedara algo,​​ 

si sobrara en el suelo un resquicio de mis días,​​ 

pónganlo todo al fuego

y no sientan temor.​​ 

Acostumbrado estuve desde siempre​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ a la ceniza. ​​ 

 

 

 

 

 

 

 

Difícil, cada vez más, la poesía.​​ 

Carlos Martínez Rivas

 

Es cierto,​​ 

aquí ya nada queda.​​ 

Me has vencido, poesía.​​ 

¿Debo llamarte así,​​ 

o medusa que antemano​​ 

mi rostro enmudeciera,​​ 

o témpano que a duras penas​​ 

me absorbiese a contraluz,​​ 

o saeta cuyo miedo​​ 

no puede ocultar la voz del agua?

Nombrarte acaso, así,

con tanto mundo en las manos vacías,​​ 

con las acacias revueltas de veranos dolientes​​ 

donde las fechas acarrean por sí mismas​​ 

su carromato de sombras,​​ 

prestas al ruido blanco de sus ruedas,​​ 

despertándome de un sueño de parias

en el que todo era prístino según su propia ley.​​ 

¿Dónde nombrarte?

Si ya voy de bajada por la vida,​​ 

y no hice honor a los trabajos del escorpión,​​ 

ni seguí el rastro de sal​​ 

que conducía al hogar de la serpiente.​​ 

Prorrumpieron las cumbres su nevada​​ 

y yo no puede verlas

porque apenas salía de encontrarte en la palabra,​​ 

apenas esbocé una breve línea​​ 

digna quizás de soportarte,​​ 

de sostenernos sin mácula u horizontes;

apenas pude rozarte con la espina​​ 

para decir que no hay grieta en el pliego de tu historia,​​ 

que ya no estás en la vida real ni en la muerte

sino en el tiempo que ahoga los geranios,​​ 

que amarillea los libros que sordos te contienen,

que me hace ir más jorobado​​ 

y ocultar mi rostro del atardecer.​​ 

Tal vez no fuiste otra cosa más que el tiempo​​ 

y en él, tu único tema;

tu sola canción inaugural y vespertina​​ 

que todos los que te buscaron quisieron tañer​​ 

en liras empolvadas y maltrechas.​​ 

Pero tú los alcanzaste primero,​​ 

decapitaste pájaros que no sabían volar,​​ 

y dejaste solamente aquello que fuese rapaz y duradero.​​ 

Muchos no te entendieron y quisieron matarte;

con túnicas amargas llegaron a cubrirte,​​ 

con flores quisieron tapar la podredumbre,​​ 

darte un nuevo trabajo

donde no incomodara tu presencia.​​ 

Tontos fueron,​​ 

porque tú enalteces al humilde​​ 

delante de los poderosos,​​ 

no te entregas a cualquiera​​ 

salvo a quien lleve en tu espalda​​ 

el azogue de tu carne,​​ 

a quien beba sin dudar tus veredictos.​​ 

Es por eso que a veces

me tornas invisible y lo agradezco,​​ 

hueles a mi sangre, pero no estoy ahí,​​ 

y aunque digan encontrarme en tus huellas​​ 

sé que estuve de paso solamente,​​ 

en tu bella ciudad fui forastero.​​ 

Pero me fueron doliendo como propios

los libros añejados por la desesperación,​​ 

las fotos con caras conocidas,​​ 

la música que habita las maderas,​​ 

la joven mano que se posa en la mía

y me recuerda la sed de lo cumplido.​​ 

Ya no me debes nada ciertamente.​​ 

Si mañana te fueras,​​ 

estaría feliz que así lo hicieses.​​ 

Una vez me salvaste,​​ 

y aunque ahora estoy perdido,​​ 

quizás en soledad digas mi nombre,​​ 

tal vez ya no haga falta ni tocarte.

Reine en mí, pues, tu enfermedad.