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    Joanna Russ: Cuando las cosas cambiaron

    Sinopsis: «Cuando las cosas cambiaron» (When It Changed) es un cuento de ciencia ficción escrito por Joanna Russ, publicado en 1972 en la antología Again, Dangerous Visions y galardonado con el premio Nebula en 1973. Ambientado en el planeta Whileaway, donde las mujeres han vivido sin presencia masculina durante siglos, el relato sigue a Janet y a su esposa, Katy, mientras enfrentan la inesperada llegada de un grupo de hombres procedentes de la Tierra. A través de la mirada de Janet, la narración explora la vida cotidiana en una sociedad exclusivamente femenina y el desconcierto que provocan los recién llegados, cuyas actitudes revelan una visión del mundo profundamente distinta.

    Joanna Russ - Cuando las cosas cambiaron

    Cuando las cosas cambiaron

    Joanna Russ
    (Cuento completo)

    Katy conduce como una loca; en algunos tramos superamos los ciento veinte kilómetros por hora. Pero conduce bien, como una experta; la he visto desmontar todo el coche y volverlo a montar en un solo día. Whileaway, mi tierra natal, se dedicaba principalmente a la maquinaria agrícola; yo me negaba a lidiar con cambios de cinco marchas a velocidades indecentes, ya que no me habían educado para eso, pero la forma de conducir de Katy no me asustaba, ni siquiera esas veces en mitad de la noche, por los caminos rurales desastrosos que sólo existen en nuestra zona. Lo más curioso acerca de mi esposa es que nunca lleva armas. Llegó a ir por los bosques que se extienden sobre el paralelo 48 sin una sola escopeta. En una ocasión, durante días. Y eso sí me asusta.

    Entre las dos, Katy y yo tenemos tres hijas, una de ella y dos mías. Yuriko, la mayor de las mías, dormía en el asiento trasero, entregada a esos sueños de amor y de guerra que se tienen a los doce años: una fuga al mar, una cacería en el norte, personas extrañamente hermosas en lugares extrañamente hermosos, y todos esos disparates maravillosos que uno imagina a los doce años, cuando las glándulas comienzan a funcionar. Pronto, uno de estos días, como todas, desaparecerá durante semanas interminables, para regresar, sucia y altiva, después de haber cazado a punta de cuchillo su primer puma, o haber matado de un disparo su primer oso, arrastrando alguna bestezuela muerta, abominablemente peligrosa, a la que nunca perdonaré lo que podría haber hecho a mi hija. Yuriko dice que la forma de conducir de Katy la adormece.

    Por ser alguien que ha librado tres duelos, soy demasiado miedosa, quizás en extremo. Me estoy haciendo vieja. Se lo dije a mi mujer.

    —Tienes treinta y cuatro años —replicó. Es lacónica hasta el silencio. Encendió las luces del tablero; todavía faltaban tres kilómetros y el camino se ponía cada vez peor. Nos habíamos internado en una zona inhóspita. Los árboles de matiz verde eléctrico se arrojaban contra las luces del vehículo y parecían envolverlo. Busqué con la mano el portaequipajes, sujeto a la puerta; cogí el rifle y me lo coloqué sobre el regazo. Yuriko se inquietó en el asiento de atrás. Tenía mi estatura, pero los ojos y el rostro de Katy. Ella dice que el motor del coche es tan silencioso que hasta se oye la respiración del que va en el asiento de atrás. Yuki había estado sola en el automóvil cuando llegó el mensaje y se puso a decodificar los puntos y rayas con todo entusiasmo (me parece ridículo instalar un transmisor de banda ancha cerca de un motor de combustión interna, pero en Whileaway tenemos que arreglarnos con lo que hay). Mi niña larguirucha y bullanguera se lanzó del auto gritando a más no poder, de modo que, por supuesto, tuvo que acompañarnos. Nos hemos preparado intelectualmente para esto desde que se fundó la Colonia, incluso desde que fue abandonada, aunque esta vez es diferente. Se trata de algo espantoso.

    —¡Hombres! —había anunciado Yuki, asomando el cuerpo por la portezuela del coche—. ¡Han vuelto! ¡Son auténticos hombres de la Tierra!

    Los conocimos en la cocina de la granja, cerca del sitio donde habían aterrizado; las ventanas estaban abiertas, el aire de la noche era agradable. Cuando aparcamos fuera, nos encontramos con todo tipo de vehículos: tractores de vapor, camiones, un remolque de C.I., incluso una bicicleta. Lydia, la bióloga de la zona, dejó a un lado su habitual parquedad norteña para tomar muestras de sangre y orina, y estaba sentada en un rincón de la cocina, meneando la cabeza de estupor ante los resultados. Es corpulenta, muy rubia, muy tímida, siempre ruborizada, para su consternación. Esta vez se obligó a desempolvar los viejos manuales de idiomas; yo, cuando duermo, aún recuerdo las viejas lenguas. Lydia no se siente cómoda con nosotras; somos del sur, demasiado escandalosas para su gusto. En esa cocina conté veinte personas; estaban todos los intelectos del Continente Septentrional. Creo que Phyllis Spet había venido en planeador. Yuki era la única niña allí.

    Entonces los vi a los cuatro.

    Eran más grandes que nosotras. Más grandes y más corpulentos. Dos eran más altos que yo, y yo soy muy alta: un metro ochenta, descalza. Obviamente, pertenecen a nuestra especie, pero son distintos, indescriptiblemente distintos. Así como mis ojos no pudieron y todavía no pueden comprender las líneas de esos cuerpos extraños, tampoco pude entonces tocarlos, aunque el que hablaba en ruso —¡qué voces tienen!— quería «que nos diéramos la mano», una costumbre del pasado, según creo. Lo único que puedo decir es que parecían simios con rostros humanos. Parecían tener buenas intenciones, pero me encontré temblando de aversión desde el otro lado de la cocina. Luego me reí en son de disculpa, y para dar un buen ejemplo (amistad interestelar, me dije), acepté la mano que me tendía. Era una mano fuerte, fuerte. Son pesados como caballos de tiro. Tienen voces pastosas y profundas. Yuriko consiguió meterse entre los adultos y observaba a los hombres con la boca abierta.

    Él volvió la cabeza —hacía seiscientos años que no decíamos «él»— y dijo, en mal ruso:

    —¿Ésa quién es?

    —Mi hija —repuse, y añadí, con esa atención irracional que prestamos a los buenos modos en situaciones de locura—: Mi hija, Yuriko Janetson. Usamos el patronímico. Ustedes lo llamarían «matronímico».

    Rio involuntariamente. Yuki exclamó:

    —¡Creí que serían guapos! —Estaba sumamente decepcionada al ver la poca atención que se le prestaba. Phyllis Helgason Spet, a quien mataré uno de estos días, me lanzó desde el otro lado de la habitación una mirada fría y venenosa, como para decir: «Cuidado con lo que dices. Sabes lo que puedo hacer». Es cierto que mi posición formal no es muy elevada, pero la Señora Presidente se meterá en graves problemas conmigo y con su propia comitiva si sigue considerando el espionaje industrial como un sano y ameno entretenimiento. Guerras y rumores de guerras, como se dice en uno de los libros de nuestros antepasados. Traduje las palabras de Yuki al ruso rudimentario de aquel hombre, que en el pasado fue nuestra lingua franca, y el hombre volvió a reír.

    —¿Dónde está su pueblo? —preguntó en tono coloquial.

    Volví a traducir y observé los rostros dispersos por el recinto; Lydia incómoda (como de costumbre), Spet con los ojos entornados, maquinando algún ardid, y Katy muy pálida.

    —Esto es Whileaway —precisé.

    Siguió con aire de no entender.

    —Whileaway —dije—. ¿No recordáis? ¿No lleváis registros históricos? Hubo una plaga en Whileaway.

    Pareció moderadamente interesado. Las cabezas se volvieron hacia el fondo de la habitación; alcancé a distinguir a la delegada del parlamento profesional local; por la mañana, cada concejo, cada junta vecinal estaría deliberando en pleno.

    —¿Una plaga? —dijo—. ¡Qué desgracia!

    —Sí —convine—. Una desgracia. Perdimos la mitad de nuestra población en una generación.

    Se mostró debidamente condolido.

    —Whileaway tuvo suerte —continué—. Teníamos una gran dotación genética inicial. Nos habían escogido por nuestra inteligencia, teníamos tecnología avanzada y una numerosa población restante, en la cual cada adulto sabía cumplir las funciones de dos o tres expertos a la vez. El suelo es fértil. El clima resulta sumamente favorable. Ahora somos treinta millones. Las cosas comienzan a marchar solas en la industria —¿lo comprende?—; dentro de setenta años tendremos más que una auténtica ciudad, más que algunos centros industriales, profesionales de dedicación exclusiva, operadores de radio y maquinistas de dedicación exclusiva… En setenta años más nadie tendrá que pasar tres cuartas partes de su vida en una granja.

    Traté de explicar lo difícil que era todo cuando una artista sólo puede ejercer su arte en la vejez, y cuando hay tan pocas, tan pocas que pueden ser libres, como Katy y como yo. Traté de ofrecer un perfil de nuestro gobierno y de las dos cámaras: la geográfica y la de profesiones. Le conté que las juntas vecinales se ocupaban de los asuntos que, por su complejidad, no podían ser resueltos individualmente, y que el control demográfico todavía no era un asunto político, aunque con el tiempo lo sería. Éste era un punto delicado de nuestra historia: disponer de tiempo. No había necesidad de sacrificar la calidad de vida para abalanzarnos rápidamente en la industrialización. Queríamos seguir nuestro propio ritmo. Tomarnos el tiempo necesario.

    —¿Dónde están todos? —dijo el monomaniaco.

    Entonces comprendí que no se refería a la población, sino a los hombres. Estaba dando a la palabra un significado que había desaparecido de Whileaway hacía seiscientos años.

    —Murieron —dije—. Hace treinta generaciones.

    Fue como si le hubiéramos descargado un hachazo. Contuvo el aliento; intentó levantarse de la silla en que se había sentado; se llevó la mano al pecho y nos miró a todas con una extraña mezcla de respeto, asombro y ternura sentimental.

    —Una gran tragedia —dijo luego, con tono serio y solemne.

    Aguardé, sin comprenderle.

    —Sí —añadió, conteniendo el aliento una vez más y con esa sonrisa extraña con que un adulto dice a un niño que va a revelarle algo oculto, entre gritos de aliento y algarabía—, toda una tragedia. Pero ya pasó.

    Y otra vez volvió a mirarnos con la deferencia más insólita. Como si fuéramos inválidas.

    —Os habéis adaptado sorprendentemente —observó.

    —¿A qué? —le pregunté. Se mostró incómodo. Imbécil. Por fin, siguió hablando:

    —En el sitio de dónde vengo, las mujeres no se visten de modo tan simple…

    —¿Como tú? —pregunté—. ¿Como una novia? —Pues los hombres llevaban atuendo plateado de pies a cabeza. Jamás había visto nada tan ridículo. Pareció que iba a responder pero, tras pensarlo mejor, desistió y volvió a reírse. Con extraña sonrisa exultante, como si fuéramos algo hermoso e infantil, y como si nos estuviera haciendo un inmenso favor, inspiró profundamente y declaró:

    —Bueno, aquí estamos.

    Miré a Spet; Spet miró a Lydia; Lydia miró a Amalia, quien es la titular del consejo local. Amalia miró a no sé quién. Tenía la garganta seca. No soporto la cerveza del lugar, que las campesinas beben como si tuvieran el estómago recubierto de iridio, pero acepté la que me ofrecía Amalia (la bicicleta que vimos al aparcar era de ella) y me la tomé de un trago. Esto llevaría un largo rato. Entonces dije:

    —Sí, aquí estáis. —Sonreí (como una tonta) y me pregunté seriamente si las mentes de los hombres de la Tierra diferían tanto de las nuestras, pero me dije que no podía ser, pues en tal caso la especie se habría extinguido haría muchos siglos. La red de radio ya había difundido la noticia por todo el planeta, para entonces; había otra intérprete de ruso, procedente de Varna. Decidí interrumpir cuando el hombre se puso a mostrarnos una foto de su mujer, que parecía la sacerdotisa de algún culto arcano. Quería interrogar a Yuki, así que la encerré en una sala trasera, pese a sus protestas furibundas, y salí al patio de delante. Cuando me iba, Lydia les estaba explicando la diferencia entre la partenogénesis (que, de tan sencilla, puede ser realizada por cualquiera) y lo que nosotras hacemos, que consiste en la fusión de óvulos. Por eso la hija de Katy se parece a mí. Lydia siguió explicando el Proceso Ansky, y hablándoles de Katy Ansky, nuestra brillante especialista en ciencias exactas y ta-tara-tatara-no sé cuántas veces-tatarabuela de mi Katharina.

    Un transmisor en código Morse traqueteaba su cháchara en algún edificio lindero: operadoras coqueteando y haciéndose bromas por la línea.

    En el patio había un hombre. El otro alto. Lo observé unos minutos —cuando quiero, sé moverme sin hacer el menor ruido— y cuando dejé que se percatara de mi presencia, dejó de hablarle a la maquinita que llevaba colgando del cuello. Luego dijo en excelente ruso y con toda calma:

    —¿Sabíais que la igualdad sexual se ha establecido nuevamente sobre la Tierra?

    —Usted es el que manda, ¿verdad? —le dije—. El otro es una fachada. —Resultaba un gran alivio aclarar las cosas. Asintió afablemente.

    —Como pueblo, no somos muy inteligentes —dijo—. En los últimos siglos se produjo un gran deterioro genético. Radiaciones, drogas… Podríamos utilizar los genes de Whileaway, Janet. —Los desconocidos no se llaman por el nombre de pila.

    —Podéis conseguir células suficientes para ahogaros en ellas —objeté—. Cultivad las vuestras por vosotros mismos.

    Sonrió.

    —No queremos hacerlo de ese modo. —Vi, por detrás de él, que Katy asomaba en el rectángulo de luz que formaba el biombo de la puerta. Siguió hablando con tono grave y cortés, no burlándose de mí, sino con la seguridad del que siempre ha tenido dinero y fuerzas para gastar, y que desconoce lo que es ocupar un segundo lugar. Y es muy extraño, pues un día antes habría dicho que ésta era una descripción exacta de mí misma.

    —Me dirijo a ti, Janet, porque sospecho que nadie tiene tanta influencia popular aquí. Sabes tan bien como yo que la cultura partenogenética posee toda clase de defectos inherentes, y, si podemos evitarlo, no pensamos emplearos para nada de eso. Discúlpame: no tendría que haber dicho «emplearos». Pero supongo que te darás cuenta de que esta clase de sociedad es antinatural…

    —La humanidad es antinatural —intervino Katy. Tenía mi rifle bajo el brazo izquierdo. Su cabeza de cabellera suave no me llega a la clavícula, pero Katy es dura como el acero; el hombre comenzó a moverse, nuevamente con esa deferencia extraña y sonriente (que su compañero me había mostrado pero que él aún no) y Katy aferró la escopeta entre las manos como si hubiera disparado durante toda su vida.

    —Estoy de acuerdo —dijo el hombre—. La humanidad es antinatural. Lo sé muy bien: tengo metal en las muelas y clavos en los huesos. —Se señaló el hombro—. Las focas son animales de harén, como los hombres; los monos son promiscuos, como los hombres; las palomas son monógamas, como los hombres célibes y homosexuales. Creo que hay vacas homosexuales. Pero a Whileaway sigue faltándole algo. —Lanzó una risilla seca. Le daré el beneficio de creer que se debió a sus nervios.

    —Yo no echo nada de menos —dijo Katy— salvo que la vida no sea eterna…

    —¿Vosotras sois…? —preguntó el hombre, haciendo un gesto con la cabeza desde ella hacia mí.

    —Esposas —dijo Katy—. Estamos casadas.

    Otra vez la risilla seca.

    —Un buen arreglo económico para trabajar y ocuparse de las niñas —observó—. Y para dar un carácter aleatorio a la herencia, si vuestra reproducción está concebida para seguir el mismo patrón. Pero, Katharina Michaelason, piense si no hay algo mejor que asegurarle a sus hijas. Creo en los instintos, incluso en el hombre, y no puedo creer que no sintáis lo que debéis echar de menos, tú, la maquinista (¿eso es, verdad?) y tú, que supongo serás jefa de policía o algo así. Desde luego, intelectualmente ya lo sabéis: aquí hay sólo media especie. El hombre debe volver a Whileaway.

    Katy guardó silencio.

    —Yo diría, Katharina Michaelason —continuó el hombre con tono cortés— que vosotras, más que nadie, os beneficiaríais con el cambio.

    Pasó por delante del rifle de Katy hacia el cuadrado de luz que provenía de la puerta. Creo que fue entonces cuando advirtió la cicatriz, que en verdad no se nota a menos que la luz me dé de lado: es una fina línea que va desde la sien hasta el mentón. Muy pocas han reparado en ella.

    —¿Dónde te hiciste eso? —preguntó él.

    —En mi último duelo —le respondí con una sonrisa involuntaria.

    Nos quedamos estudiándonos varios segundos (parecerá absurdo, pero es cierto) hasta que él entró y cerró la puerta. Katy dijo con la voz a punto de quebrarse:

    —Maldita imbécil, ¿no te das cuenta de que nos ha insultado?

    Apuntó el rifle para dispararle a través del biombo. La alcancé antes de que apretara el gatillo y desvié el rifle para que no diera en el blanco. El disparo abrió un agujero a través del suelo del porche. Katy temblaba. No cesaba de mascullar:

    —Por eso nunca quise tocar un arma; sabía que mataría a alguien. Sabía que mataría a alguien.

    El primer hombre —el que había hablado conmigo al principio— seguía conversando en el interior de la casa sobre un gran movimiento para volver a colonizar y descubrir todo lo que la Tierra había perdido. Hacía hincapié en las ventajas que recibiría Whileaway: comercio, intercambio de ideas, educación. Dijo también que la igualdad sexual había vuelto a establecerse sobre la Tierra.

    Desde luego, Katy tenía razón: debimos haberlos matado allí mismo. Los hombres vienen a Whileaway. Cuando una cultura posee las armas más poderosas y la otra no tiene ninguna, es fácil predecir el resultado. De todas formas, tal vez los hombres hubieran llegado igualmente con el tiempo. Me complace pensar que, dentro de cien años, mis tataranietas podrían haberles ofrecido resistencia o mantenerlos a raya; pero tampoco es seguro. Toda mi vida recordaré a esas cuatro personas que vi por primera vez, fornidas como toros y que, por un instante fugaz, me hicieron sentir pequeña. Katy asegura que es una reacción neurótica. Recuerdo todo lo que sucedió esa noche; recuerdo la excitación de Yuki en el coche; recuerdo los sollozos de Katy cuando regresamos a casa, como si se le partiera el corazón, recuerdo la forma en que me hizo el amor, algo perentoria, como siempre, pero maravillosamente tierna y reconfortante. Recuerdo haber paseado inquieta por la casa, cuando Katy se durmió con un brazo desnudo sobre un retazo de luz que provenía de la sala. A fuerza de manejar y de probar máquinas, los músculos de sus antebrazos eran como barras de metal. A veces sueño con los brazos de Katy. Recuerdo haber ido hasta la guardería a recoger a la hija de mi mujer. Dormí un rato con la tibieza sorprendente y conmovedora de una criatura en el regazo, y finalmente regresé a la cocina, donde hallé a Yuriko preparándose algo para comer. Mi hija engulle como un gran danés.

    —Yuki —le dije—, ¿crees que podrías enamorarte de un hombre?

    Lanzó un bufido desdeñoso:

    —¿Con un orangután de tres metros? —exclamó, con el tacto que la caracteriza.

    Pero los hombres llegarán a Whileaway. Últimamente me paso las noches en vela, pensando en los hombres que vendrán a este planeta, pensando en mis dos hijas y en Betta Katharinason, en lo que pasará con Katy, conmigo y con mi vida. Las crónicas de nuestras antepasadas son un interminable grito de dolor; supongo que ahora tendría que alegrarme, pero no pueden tirarse por la borda seis siglos, ni siquiera treinta y cuatro años (como he descubierto últimamente). A veces me río de la pregunta que esos cuatro hombres quisieron formular infructuosamente toda la noche, mirando nuestros pantalones de brin, nuestras camisas a cuadros y nuestros atuendos de faena: «¿Cuál de vosotras cumple el papel de hombre?». ¡Como si tuviéramos que repetir sus errores al pie de la letra! Dudo mucho que la igualdad sexual se haya establecido nuevamente en la Tierra. No me gusta pensar que alguien pueda burlarse de mí, o tratar a Katy como si fuera desvalida, o hacer sentir tonta o insignificante a Yuki, o privar a mis otras hijas de toda su humanidad o convertirlas en extrañas. Y temo que mis propios logros dejen de ser lo que eran —o lo que yo creía que eran— para convertirse en curiosidades banales de la raza humana, en esas rarezas que una lee de vez en cuando, que la mueven a risa por ser exóticas; extrañas, pero no profundas; agradables, pero no útiles. No sé cómo expresar lo doloroso que todo esto me resulta. Convendréis conmigo en que es ridículo dejarse llevar por estos temores, sobre todo si una ha librado tres duelos y ha matado a sus tres contrincantes. Pero lo que me aguarda ahora es un duelo tan inmenso que no creo tener agallas para hacerle frente; como dice Fausto: Verweile doch, du bist so schoen! Que las cosas sigan así. Que no cambien.

    A veces, por las noches, recuerdo el nombre original de este planeta, que cambió la primera generación de nuestras antecesoras. Para ellas, supongo, el nombre verdadero sería un penoso recuerdo tras la muerte de los hombres. A mí me causa gracia, una gracia algo tétrica, verlo todo trastocado. Esto también debe terminar. Todo lo bueno se acaba.

    Quítenme la vida, pero no me quiten el sentido de la vida.

    Por-un-tiempo.

    FIN

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    • Autor: Joanna Russ
    • Título: Cuando las cosas cambiaron
    • Título Original: When It Changed
    • Publicado en: Again, Dangerous Visions (1972)
    • Traducción: Márgara Auerbach – María Cristina Pinto – Paula Tizzano

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