Seamos brutalmente honestos: los conciertos de punk en la Ciudad de México se habían vuelto demasiado… civilizados. Boletos numerados, zonas VIP y gente grabando con el celular en lugar de romperse la madre en el pogo. Pero la noche del 10 de octubre de 2025, el punk, el de a de veras, el que huele a cerveza y a victoria, reclamó lo que es suyo. The Adicts, en su último puto concierto en este país, nos regaló una despedida que fue menos un «adiós» y más un «chinguen a su madre, así es como se hace».
Desde horas antes, los alrededores del Foro Velódromo eran una puta cápsula del tiempo. Las crestas de picos, teñidas con azul de metileno barato, convivían con las canas de veteranos que probablemente vieron al Sex Pistols en una tele de bulbos. Los «Droogs» de Ecatepec, con sus bombines desempolvados y el maquillaje de payaso corrido, se mezclaban con morros que apenas y sabían quién carajos era Alex de «La Naranja Mecánica». No importaba. Viejos y nuevos punks, todos éramos el mismo ejército de desadaptados convocados para un último ritual.
Y entonces, pasó. En un acto de nostalgia casi poética, se armó el legendario portazo. Como en los viejos tiempos, cuando ir a un concierto era una misión y no una compra por internet. Un chingo de gente, harta de quedarse fuera de la última misa, decidió que la única puerta que necesitaban era la que ellos mismos abrieran. Y en lugar de caos pendejo, lo que hubo fue una estampida de hermandad. Los de adentro ayudando a los de afuera, compartiendo el privilegio de estar ahí. Fue hermoso y jodidamente punk.
Adentro, la carpa era un puto sauna. Un horno de cuerpos apretados, sudorosos, listos para explotar. ¿Estaba relativamente chica para un evento de este tamaño? ¡Claro que sí! Y qué bueno. Porque esto no era un festival pop con espacio para hacer tus pinches coreografías de TikTok. Esto era punk rock. Los cuerpos pegados, el calor, la cerveza volando… esa era la puta escenografía. Y en medio de todo ese desmadre, ni una sola pendejada. Ni acosos, ni las niñerías de nalgadas no consensuadas que ves en shows fresas. Aquí era cuidarnos entre nosotros, levantar al que se caía en el slam y seguir gritando. Pura camaradería de la vieja escuela.
Cuando Monkey y los suyos salieron al escenario, la carpa se vino abajo. Estos cabrones, que podrían ser los abuelos de la mitad de los presentes, tocaron con la furia de unos adolescentes que acaban de descubrir la distorsión. Monkey, con su sonrisa de Guasón y una energía que desafía cualquier lógica biológica, no paró de correr, de lanzar confeti, cartas y serpentinas, bautizando a las primeras filas en un caos de colores. La banda, precisa como un puto reloj suizo, desató un himno tras otro.


«Viva la Revolution», «Chinese Takeaway», «Joker in the Pack»… cada canción era un gancho al hígado. La gente no cantaba, rugía. Cada estribillo era una catarsis colectiva, un grito ahogado por años de frustración que por fin encontraba salida. No había celulares en el aire, solo puños. No había historias de Instagram, solo gargantas desgarradas y cuerpos chocando en una danza violenta y feliz.
Fue una despedida sin discursos de mierda. Sin «gracias por todo» lagrimosos. The Adicts se despidió como vivió: tocando cada nota como si fuera la última, con una sonrisa burlona y dejando a un público exhausto, empapado y absolutamente pleno.
Al final, mientras salíamos con el zumbido en los oídos y el confeti pegado en el sudor, la sensación era clara. No habíamos ido a un concierto. Habíamos sido parte del último truco de magia de los payasos más grandes del punk. Y fue jodidamente perfecto.



 
							 
						 
							 
							 
							