Sinopsis: «La cama 29» (Le lit 29) es un cuento de Guy de Maupassant publicado el 8 de julio de 1884 en el periódico Gil Blas. Narra la historia del capitán Épivent, un arrogante y apuesto oficial francés cuya fama como seductor se extiende por toda Rouen. Vanidoso y clasista, desprecia a quienes no encarnan su ideal de virilidad militar. Envidiado por los hombres y celebrado por las mujeres, presume de su relación con la bella Irma, amante de un burgués local. Sin embargo, la guerra y la ocupación prusiana pondrán a prueba la solidez de su vanidad y la fragilidad de su mundo, construido sobre las apariencias.

La cama 29
Guy de Maupassant
(Cuento completo)
Cuando el capitán Épivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían a mirarlo. Encarnaba a la perfección el tipo del apuesto oficial de húsares. Por eso iba siempre alardeando y pavoneándose sin descanso, orgulloso y pendiente de sus piernas, de su cintura y de su bigote. Y los tenía admirables: el bigote, la cintura y las piernas.
El bigote era rubio, muy fuerte; caía marcialmente sobre el labio en un hermoso ribete color de trigo maduro, fino, cuidadosamente enrollado, y luego descendía a ambos lados de la boca en dos poderosas guías de pelo, de un brío imponente. La cintura era estrecha como si llevara corsé, mientras un vigoroso pecho masculino, henchido y erguido, se ensanchaba por encima. Las piernas eran magníficas, piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa se dibujaba en cada movimiento bajo la ceñida tela del pantalón rojo.
Caminaba tensando la pantorrilla y separando los pies y los brazos, con ese paso un tanto balanceado de los jinetes, que luce bien para realzar las piernas y el torso, y que parece gallardo con el uniforme, pero vulgar con la levita.
Al igual que a muchos oficiales, al capitán Épivent no le sentaba bien el traje de civil. Con paño gris o negro no parecía más que un dependiente de comercio. Pero en uniforme triunfaba. Tenía, además, una cabeza agraciada: la nariz fina y curva, los ojos azules y la frente estrecha. Era calvo, aunque nunca había entendido por qué se le habían caído los cabellos. Se consolaba pensando que, con grandes bigotes, una calva discreta no desentonaba demasiado.
Despreciaba a todo el mundo en general, aunque con muchos matices.
Ante todo, para él los burgueses no existían. Los miraba como se miran los animales, sin prestarles más atención que a los gorriones o a las gallinas. Solo los oficiales contaban en el mundo, aunque ni siquiera a todos los respetaba por igual. En el fondo, solo admiraba a los hombres apuestos, ya que la verdadera y única cualidad del militar era la prestancia. Un soldado —decía— debía ser un mozo robusto, un tipo grande, creado para la guerra y el amor: un hombre con brío y agallas, nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés según su estatura, su porte y la severidad de sus facciones. Bourbaki le parecía el más grande hombre de guerra de los tiempos modernos.
Se burlaba de los oficiales de infantería, que son bajos y gordos y resoplan al marchar, pero lo que más desprecio le inspiraba, rozando la repugnancia, eran los enclenques de la Escuela Politécnica: esos hombrecillos flacos y con gafas, torpes y desmañados que, según afirmaba, parecían tan poco hechos para el uniforme como un conejo para decir misa. Le indignaba que se tolerara en el ejército a tales adefesios de piernas flacas que caminaban como cangrejos, que no bebían, que comían poco y que parecían preferir las ecuaciones a las muchachas hermosas.
El capitán Épivent cosechaba éxitos constantes, triunfos ante el bello sexo.
Siempre que cenaba con una mujer, se sentía seguro de acabar la noche a solas con ella en la cama, y, si había obstáculos insalvables que lo impedían, al menos estaba convencido de que habría una «continuación al día siguiente». A sus camaradas no les gustaba presentarle a sus amantes, y los comerciantes que tenían esposas hermosas tras el mostrador de su tienda lo conocían, lo temían y lo odiaban con todas sus fuerzas.
Cuando pasaba, la mujer del tendero intercambiaba con él, a su pesar, una mirada a través de los cristales del escaparate: una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que contienen a la vez una invitación y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, advertido por un instinto sordo, se volvía de pronto y lanzaba una mirada furiosa a la silueta orgullosa y erguida del oficial. Y, cuando el capitán, sonriendo y satisfecho de su efecto, había pasado, el comerciante, manoteando nerviosamente los objetos expuestos, exclamaba:
—¡Vaya pavo real! ¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos inútiles que arrastran su ferretería por las calles? Yo, por mi parte, prefiero a un carnicero antes que a un soldado. Si lleva sangre en el delantal, al menos es sangre de animal. Ese sí que es útil para algo, y el cuchillo que empuña no está destinado a matar hombres. No entiendo cómo se tolera que esos asesinos públicos exhiban sus instrumentos de muerte en los paseos. Sé que son necesarios, pero que al menos los oculten y no los disfracen como en una mascarada con pantalones rojos y chaquetas azules. Al verdugo no se le disfraza de general, ¿verdad?
La mujer, sin responder, encogía apenas los hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, estallaba:
—¡Hay que ser imbécil para ir a ver desfilar a esos petimetres!
La reputación de conquistador del capitán Épivent estaba, por lo demás, consolidada en todo el ejército francés.
En 1868, su regimiento, el 102.º de húsares, fue destinado a guarnición en Rouen.
Pronto se dio a conocer en la ciudad. Todas las tardes, hacia las cinco, aparecía en el paseo Boieldieu para tomar absenta en el Café de la Comédie. Pero, antes de entrar en el local, daba una vuelta por la alameda para mostrar sus piernas, su cintura y su bigote.
Los comerciantes de Rouen, que también se paseaban con las manos a la espalda, preocupados por los negocios y discutiendo sobre la subida o la caída de los precios, no podían evitar mirarlo y murmurar:
—¡Caramba, qué hombre tan apuesto!
Y, cuando lo conocieron mejor:
—¡Ah, el capitán Épivent! ¡Qué buen mozo, al fin y al cabo!
Al cruzarse con él, las mujeres hacían un pequeño movimiento de cabeza muy particular, como un leve estremecimiento de pudor, como si se sintieran débiles o desnudas ante su presencia. Bajaban un poco la cabeza, con una sombra de sonrisa en los labios, deseosas de parecer encantadoras y de atraer su mirada. Cuando se paseaba con un camarada, este no podía evitar murmurar, lleno de celos:
—¡Qué suerte tiene ese tal Épivent!
Entre las cortesanas de la ciudad se desató una verdadera competencia por conquistarle. Todas acudían a las cinco, la hora de los oficiales, al paseo Boieldieu y, de dos en dos, arrastraban sus faldas de un extremo a otro de la alameda, mientras los tenientes, capitanes y comandantes arrastraban sus sables por la acera antes de entrar al café.
Una tarde, la bella Irma, supuesta amante de monsieur Templier-Papon, un rico fabricante, mandó detener su coche frente a la Comédie y, al bajar, fingió que iba a comprar papel o a encargar tarjetas de visita en la tienda de monsieur Paulard, el grabador. Todo ello para pasar ante las mesas de los oficiales y lanzar al capitán Épivent una mirada tan elocuente como una cita: «Cuando usted quiera». El gesto fue tan evidente que el coronel Prune, que estaba bebiendo absenta con su teniente coronel, no pudo evitar gruñir:
—¡Maldito sea! ¡Qué suerte tiene ese bribón!
La frase del coronel corrió de boca en boca. El capitán Épivent, emocionado por tan alta aprobación, pasó al día siguiente, en uniforme de gala, varias veces seguidas bajo las ventanas de la bella.
Ella lo vio, se asomó y le sonrió.
Esa misma noche fue su amante.
Se exhibieron sin disimulo, se dieron en espectáculo, se comprometieron mutuamente, orgullosos ambos de semejante aventura.
En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa que de los amores de la bella Irma con el oficial. Solo monsieur Templier-Papon permanecía en la ignorancia.
El capitán Épivent rebosaba gloria; a cada instante repetía:
—Irma acaba de decirme… Irma me decía anoche… ayer, cenando con Irma…
Durante más de un año paseó, exhibió y presumió ese amor en Rouen, como un trofeo tomado al enemigo. Se sentía engrandecido por esa conquista, envidiado, más seguro de su porvenir, más cerca de la deseada cruz de honor, pues todos los ojos estaban puestos en él, y bastaba con hacerse notar para no ser olvidado.
Pero estalló la guerra y el regimiento del capitán fue enviado a la frontera. Las despedidas fueron desgarradoras y duraron toda la noche.
Sables, pantalones rojos, kepis y dolmanes caídos de una silla; vestidos, faldas y medias de seda desparramados por el suelo, mezclados con el uniforme, en desorden sobre la alfombra; la habitación revuelta como tras una batalla. Irma, fuera de sí, con el cabello suelto, lanzaba sus brazos desesperados al cuello del oficial, lo estrechaba, luego lo soltaba, se revolcaba en el suelo, derribaba los muebles, arrancaba los flecos de los sillones y mordía sus patas. Mientras tanto, el capitán, profundamente conmovido pero inhábil para consolar, repetía:
—Irma, mi pequeña Irma, no hay nada que hacer, es necesario.
Y, a veces, se enjugaba con la punta del dedo una lágrima que acababa de nacer en la comisura del ojo.
Se separaron al amanecer. Ella siguió a su amante en coche durante el primer tramo del camino. Lo besó casi delante del regimiento cuando se despidieron. Aquello pareció muy tierno, muy digno, muy hermoso, y los camaradas le estrecharon la mano al capitán diciéndole:
—¡Maldito suertudo! ¡Tenía corazón, esa chiquilla!
Y creían que había algo patriótico en ello.
El regimiento sufrió grandes pérdidas durante la campaña. El capitán se comportó de manera heroica y, al final, recibió la cruz. Tras el fin de la guerra, regresó a Rouen como parte de la guarnición.
Nada más volver, preguntó por Irma, pero nadie pudo darle noticias precisas.
Según unos, había estado de juerga con el Estado Mayor prusiano. Según otros, se había retirado con sus padres, que eran campesinos en los alrededores de Yvetot.
Incluso envió a su ordenanza al registro civil para revisar los libros de defunciones. El nombre de su amante no apareció.
Sintió entonces un gran dolor, que exhibía abiertamente. Atribuía su desgracia al enemigo y acusaba a los prusianos que habían ocupado Rouen de la desaparición de la joven. Decía:
—En la próxima guerra, esos bribones me lo pagarán.
Pero una mañana, al entrar en el casino de oficiales para almorzar, un recadero, un anciano con blusa y gorra engrasada, le entregó un sobre. Lo abrió y leyó:
«Mi querido,
Estoy en el hospital, muy enferma, muy enferma. ¿No vendrías a verme? ¡Me haría tan feliz!
Irma».
El capitán palideció y, conmovido, exclamó:
—¡Pobre chica! Iré después de comer.
Durante toda la comida relató a sus compañeros que Irma estaba en el hospital, pero que, por Dios, la sacaría de allí. La culpa era de esos malditos prusianos. Seguramente habrían saqueado su mobiliario y ella se habría quedado sola y sin un céntimo, muriéndose de miseria.
—¡Ah, canallas!
Todos se conmovieron al oírlo.
Apenas hubo dejado la servilleta en el aro de madera, se levantó y, tras coger el sable del perchero, se ajustó el cinturón, hinchó el pecho para parecer más esbelto y salió con paso resuelto hacia el hospital civil.
Sin embargo, le denegaron la entrada al edificio hospitalario, por lo que tuvo que ir a buscar a su coronel, a quien le explicó su caso y de quien obtuvo una nota para el director.
Este, después de hacerlo esperar en su antesala durante un rato, le entregó finalmente una autorización con un saludo frío y de desaprobación.
Desde la puerta, se sintió incómodo en aquel asilo de miseria, sufrimiento y muerte. Un mozo de servicio lo guio.
Para no hacer ruido, caminaba de puntillas por los largos pasillos impregnados de olor a moho, a enfermedad y a medicamentos. Un murmullo de voces turbaba de vez en cuando el gran silencio del hospital.
A veces, a través de una puerta abierta, el capitán veía un dormitorio con una fila de camas cuyas sábanas se alzaban por la forma de los cuerpos. Las convalecientes, vestidas con un uniforme de tela gris y tocadas con cofia blanca, estaban sentadas en sillas al pie de sus lechos cosiendo.
De pronto, su guía se detuvo ante una galería repleta de enfermas. Sobre la puerta se leía, en grandes letras, «Sifilíticas». El capitán se estremeció y enrojeció. Una enfermera preparaba un medicamento sobre una pequeña mesa situada en la entrada.
—Voy a acompañarlo —dijo la enfermera—, es la cama 29.
Echó a andar delante del oficial.
Luego señaló un lecho:
—Es ahí.
Solo se veía un bulto bajo las mantas. Incluso la cabeza estaba oculta bajo la sábana.
Por todas partes, rostros asomaban por encima de las camas: rostros pálidos y sorprendidos que miraban el uniforme; rostros de mujeres jóvenes y ancianas, pero todas parecían feas y vulgares con el humilde batín reglamentario.
El capitán, profundamente turbado, murmuró con el sable en una mano y el kepi en la otra:
—Irma…
De pronto, el lecho se agitó y apareció el rostro de su amante, pero estaba tan cambiado, tan fatigado y macilento que apenas la reconoció.
Ella jadeaba, ahogada por la emoción, y dijo:
—¡Albert! ¡Albert! ¡Eres tú! ¡Oh! Está bien, está bien…
Y le brotaron lágrimas de los ojos.
La enfermera acercó una silla:
—Siéntese, señor.
Él se sentó y contempló el rostro miserable y pálido de la mujer a la que había dejado tan bella y lozana.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó.
Ella respondió entre sollozos:
—Ya lo viste, está escrito en la puerta.
Y se cubrió los ojos con el borde de la sábana.
—¿Cómo has contraído eso, pobre muchacha? —balbuceó él, avergonzado.
Ella murmuró:
—Fueron esos canallas prusianos. Me tomaron casi por la fuerza y me envenenaron.
Él no hallaba nada que añadir. La miraba y giraba el kepi sobre las rodillas.
Las demás enfermas lo observaban, y él creía percibir un olor a podredumbre, un olor de vergüenza y de ignominia en ese dormitorio repleto de mujeres atacadas por la infame y terrible enfermedad.
Ella murmuraba:
—No creo que salga con vida. El médico dice que es grave.
De pronto, viendo la cruz en el pecho del oficial, exclamó:
—¡Oh, te han condecorado, qué alegría! ¡Qué contenta estoy! ¡Si pudiera besarte!
Un escalofrío de miedo y de repugnancia recorrió la piel del capitán ante la idea de ese beso.
Quería irse, respirar aire libre, no volver a ver a esa mujer. Sin embargo, permanecía allí, sin saber cómo levantarse, cómo despedirse.
—¿Entonces no te has cuidado? —preguntó al fin.
Una llama brilló en los ojos de Irma:
—¡No, quise vengarme, aunque reventara! Y envenené a todos, tanto como pude. Mientras estuvieron en Rouen, no me traté.
Él, con tono incómodo y un asomo de jovialidad, declaró:
—Pues en eso has hecho bien.
Ella se animó, con las mejillas encendidas:
—¡Oh, sí, más de uno morirá por mi causa! Te aseguro que me he vengado.
Él repitió:
—Tanto mejor.
Luego añadió, levantándose:
—Voy a dejarte, debo estar en casa del coronel a las cuatro.
Ella se estremeció:
—¿Ya? ¿Te vas ya? ¡Pero si acabas de llegar!
Él insistió:
—Ya ves que he venido enseguida, pero tengo que estar en casa del coronel a las cuatro en punto.
—¿Sigue siendo el coronel Prune?
—Sí, sigue siendo él. Fue herido dos veces.
—¿Y tus camaradas? ¿Ha habido muertos?
—Sí, Saint-Timon, Savagnat, Poli, Sapreval, Robert, de Courson, Pasafil, Santal, Caravan y Poivrin han muerto. Sahel perdió un brazo, Courvoisin una pierna y Paquet el ojo derecho.
Ella escuchaba con interés. De pronto, balbuceó:
—¿Quieres besarme antes de marcharte? Madame Langlois no está.
Y, pese al asco que le subía a los labios, él los posó sobre aquella frente blanquecina, mientras ella, rodeándolo con sus brazos, le cubría de besos frenéticos sobre la guerrera azul de su dolmán.
—Volverás, ¿verdad? Prométeme que volverás.
—Sí, te lo prometo.
—¿Cuándo? ¿El jueves?
—El jueves.
—¿A las dos?
—A las dos.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—Adiós, querido.
—Adiós.
Y se marchó encogido bajo la mirada de todos los que estaban en el dormitorio, encorvando su alta estatura para hacerse pequeño. Al salir a la calle, respiró.
Por la noche, sus camaradas le preguntaron:
—¿Qué tal Irma?
Respondió con voz incómoda:
—Ha tenido una congestión pulmonar, está muy mal.
Pero un joven teniente, sospechando algo en su actitud, fue a informarse. Al día siguiente, cuando el capitán entró en el casino, lo recibieron con una descarga de risas y burlas. Por fin se vengaban.
Además, se supo que Irma había llevado una vida disoluta con el Estado Mayor prusiano, que había recorrido el país a caballo con un coronel de húsares azules y con muchos otros, y que en Rouen la llamaban «la mujer de los prusianos».
Durante ocho días, el capitán fue la víctima del regimiento. Recibía por correo notas reveladoras, recetas médicas, nombres de especialistas, incluso medicamentos cuya naturaleza figuraba inscrita en el paquete.
El coronel, al enterarse, declaró con tono severo:
—El capitán tenía ahí una linda amistad. Le daré mis cumplidos.
Al cabo de una docena de días, recibió una nueva carta de Irma. La rompió con rabia y no le respondió.
Ocho días más tarde, ella le escribió de nuevo diciéndole que se encontraba muy mal y que quería despedirse de él. Tampoco contestó.
Tiempo después, recibió la visita del capellán del hospital. Irma Pavolin, en su lecho de muerte, le suplicaba que fuera a verla.
No se atrevió a negarse, pero entró en el hospital con el corazón henchido de rencor, con la vanidad herida y el orgullo humillado.
Apenas la encontró cambiada y pensó que se burlaba de él.
—¿Qué quieres? —le dijo bruscamente.
—Quería despedirme. Parece que estoy muy mal.
Él no la creyó.
—Escucha, me has convertido en la burla del regimiento y no quiero que siga ocurriendo.
—¿Qué te he hecho yo? —preguntó ella.
Él se irritó al no tener nada que responder.
—No cuentes con que vuelva aquí para que se rían de mí.
Ella lo miró con ojos apagados en los que se encendió un brillo de cólera y repitió:
—¿Qué te he hecho? ¿No he sido buena contigo? ¿Alguna vez te pedí algo? Sin ti, habría seguido con monsieur Templier-Papon y no estaría aquí. No, mira, si alguien tiene derecho a reprocharme algo, no eres tú.
Él replicó con tono vibrante:
—No te reprocho nada, pero no puedo seguir viéndote porque tu conducta con los prusianos ha sido la vergüenza de la ciudad.
Ella se incorporó de golpe en la cama:
—¿Mi conducta con los prusianos? ¡Pero si me obligaron a hacerlo! Si no me cuidé fue porque quise envenenarlos. ¡Si hubiera querido curarme no habría sido difícil! ¡Pero yo quería matarlos y los maté!
Él permanecía de pie:
—En cualquier caso, es vergonzoso —dijo.
Ella tuvo un acceso de ahogo y replicó:
—¿Qué tiene de vergonzoso haberme dejado morir para exterminarlos? No hablabas así cuando venías a mi casa, en la rue Jeanne-d’Arc. ¡Ah! ¡Es vergonzoso! ¡Tú no habrías hecho lo mismo con tu cruz de honor! Yo la merezco más que tú, ¿sabes?, más que tú; ¡y he matado a más prusianos que tú!
Él se quedó atónito, temblando de indignación.
—¡Calla!… sabes… calla… porque… esas cosas… no permito que se toquen…
Pero ella no lo escuchaba:
—¡Como si ustedes les hubieran hecho gran daño a los prusianos! ¿Habrían llegado a Rouen si los hubieran detenido? ¡Era a ustedes a quienes tocaba detenerlos! Y yo les he hecho más daño que tú, sí, más, porque yo muero, mientras tú vas por ahí pavoneándote para seducir mujeres…
De cada cama se erguía una cabeza; todos los ojos estaban fijos en aquel hombre con uniforme que balbuceaba:
—¡Calla… sabes… calla!
Pero ella no callaba, gritaba:
—¡Sí, no eres más que un fanfarrón! Te conozco bien. Te repito que he hecho más daño que tú y que he matado a más que todo tu regimiento junto. ¡Vete, cobarde!
Y él, de hecho, se iba, huía, estirando sus largas piernas, atravesando las dos hileras de lechos donde se agitaban las sifilíticas. Y aún oía la voz jadeante de Irma que lo perseguía:
—¡Más que tú, sí, he matado más que tú, más que tú!
Bajó la escalera de cuatro en cuatro y corrió a encerrarse en su casa.
Al día siguiente, se enteró de que ella había muerto.
FIN

