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    Antifascista, nuevo libro de Claudia Masin (Argentina) – Circulo de Poesía

     

    La bala

     

    Les pregunté a los gendarmes: por qué, y me dijeron: la próxima te

    reventamos la cabeza.

     

    Ariel Sulca, 8 años, de la murga “Los auténticos reyes del ritmo” de

    la Villa 1-11-14 de Buenos Aires. Dos balazos de goma, una cicatriz

    redonda justo encima de la ceja derecha.

     

     

    Algunos seres que viven de la muerte

    y la miseria de otros

    han sido puestos

    en el mundo para eso, igual que los pájaros​​ 

    que revolotean sobre los cadáveres

    o las bacterias que arrebatan la sangre

    y hacen que explote

    como una flor salvaje, la enfermedad

    que ya no va a curarse. Algunos seres

    que viven de la muerte y la miseria de otros

    están infectados por el odio, podría decirse

    que no han elegido su mal,

    les fue inoculado a lo largo de los años,

    igual que la sagacidad para elegir la víctima,

    cuidadosamente, entre los más frágiles,

    los que ya fueron tan golpeados que vacilan, trastabillan

    y caen fácilmente. A esos los detestan, porque andan

    a la luz igual que andan los sanos,

    los patrones, y a veces

    hasta se ríen o cantan, hasta bailan

    bajo el sol de la siesta. No hay nada

    que alimente más el odio

    que una alegría visible, manifiesta,

    una alegría que desborde como los ríos

    desbordan en el verano, llevándose

    todo por delante. No hay nada

    más ofensivo para el odio

    que la celebración de los que no tienen nada.

    ¿Cómo pueden celebrar, de qué se ríen, por qué bailan

    cuando debieran esconderse, tragarse todo el aire

    amargo y viciado que les corresponde,

    tomar con las dos manos y en silencio

    el caudal de mugre y de veneno

    que les ha sido destinado, el alimento necesario

    para que crezcan débiles, mansos, asustados?

    ¿Cómo pueden salir a cantar

    y a bailar por las noches los chicos que nacieron en esos nidos

    caídos del árbol, en ese revoltijo de maderas y chapas

    que a tantos les causa rechazo

    y espanto? ¿por qué no se esconden

    como topos en sus casas subterráneas y dejan

    el mundo a los demás, a los que han sido

    bendecidos y aceptados, a los que tienen derecho

    a reírse, a hablar alto, a tener sus fiestas en paz?

    Un hilo de pólvora es el único lazo

    que los predadores saben crear entre los que sufren

    y los demás. Un hilo de pólvora en la cabeza,

    las piernas, los brazos de los chicos que bailan

    como si no existiera el odio que los quiere

    eliminar, como si no existiera

    la complicidad de los que no dicen nada

    porque en el fondo no creen

    que microbios como ellos merezcan una forma cualquiera

    de felicidad. No deja, no dejará de sonar esta música,

    ni uno solo de los que fueron heridos dejará

    de bailar: lo único

    más poderoso que la violencia es la alegría

    de quien recibió la bala que lo viene persiguiendo

    desde siempre, y aunque murió por un rato volvió al mundo

    de los vivos y acá va a seguir,

    porque hay quien muere dos veces

    pero antes dos veces vive, así

    de intensa es su rabia y su deseo, así de intensa es

    que no cabe, no puede caber,

    en un destino solo, en una sola vida.

     

     

     

     

     

     

     

    El huevo de la serpiente

     

    No se puede dejar de ver lo que viste.

    Lo que viste se expande

    como la tinta de un tatuaje bajo la piel, un número

    en el brazo que pasa a ser tu nombre

    desde entonces: así

    se identifica a un prisionero. Uno, dos,

    tres, un millón, un cuerpo más

    entre los cuerpos, no se puede

    dejar de ver lo que viste. Y en lo que viste

    está lo que vendrá. El niño

    que hunde un cuchillo en el vientre

    suave del animal todavía vivo. El tajo

    que lo abre entero. Los órganos,

    la sangre, el corazón pequeño, su latido

    rapidísimo, azuzado por el mordisco

    del terror, el chillido

    de la bestia que no tiene

    palabras para explicar un sufrimiento

    incomprensible. Eso viste. El molde

    de las cosas que pasarán es ese: la expresión de placer

    del niño que aprende

    a ejercer la crueldad como aprendió a hablar,

    a caminar, a leer de corrido. Ejercitando

    una y otra vez lo que ya ha sido

    probado sobre él mismo. Esa imagen es más real,

    es más compacta que una piedra. En esa piedra está escrito

    el libro que leerás toda tu vida: una familia

    entera comiendo de la basura, buscando

    alimento entre los desperdicios

    como quien busca oro, la misma esperanza terca

    y fallida. Una mujer que pasa, los ve,

    se indigna. Dice​​ se roban la basura,

    mi basura. El hombre, la mujer,

    los niños que se avergüenzan, se disipan

    como un nubarrón en un cielo de verano, pasajeros,

    y se van y se llevan el hambre

    y la fealdad consigo. El chico adolescente

    al que patean, cuando ya lo tienen

    vencido y en el piso, sus propios vecinos: son muchos,

    lo conocen, era uno de ellos

    hasta ayer. En este día es

    el apestado, el paria al que se debe exterminar

    para que el virus que lleva encima no

    los contamine. Está escrita en la piedra,

    la piedra que va a ser arrojada sobre el vidrio

    de la casa tomada: vuelvan a su país, escóndanse

    en sus madrigueras, en sus nidos, no suelten su cría

    en nuestras calles. La temporada de caza

    que se abre todos los días, apenas sale el sol:

    hay que encontrar alguien más débil, más raro,

    más indefenso que uno mismo. Hay que afinar

    la puntería, la matanza

    para proteger al amo que nos cuida. Qué sería

    de nosotros sin el amo, si su infinita

    generosidad dejara de otorgarnos

    el favor de la vida. No se puede

    dejar de ver lo que viste: la alegría,

    el alivio de estar entre los que sobreviven,​​ no me ha tocado

    esta vez, estoy salvado y mientras sepa

    diferenciarme bien de los desgraciados, la desgracia

    no podrá meterse conmigo. Está escrito, también, que no sirve

    escribir: es apenas

    contar cómo crece en tu interior, en tus vísceras,

    en su huevo de paredes

    translúcidas, la serpiente que apenas asome

    a la vida, se enroscará en tu cuello para arrancarte

    las palabras una a una junto con el aire

    que te anima, a menos

    que en lugar de escribir sobre la asfixia

    y el veneno, te decidas

    a abrirte el vientre y ver: el reptil está ahí,

    ese es su nido. Hay que matarlo.

    No permitas que quede con vida

    para que su veneno —tu veneno— te corra por la sangre

    como un río sucio y peligroso que te obliga

    a embrutecerte para arrancarle a otro

    el hálito vital, el antídoto.

    Que se quede sin aire, sin alimento,

    que ya no pueda nutrirse

    y crecer y reproducirse y se cierre

    por fin el círculo de fuego del dolor

    que se padece y que se inflige.

     

     

     

     

     

     

     

    El dios de los fallados

     

    Soñé que cruzábamos una calle peligrosa,

    estabas del otro lado pero eras

    inalcanzable. Te llamaba y no

    podías escucharme. ¿Cómo vivimos, te dije,

    con esa confusión, esa inquietud, esa ausencia

    de sabiduría? Un puño cerrado es una vida

    así. Nada entra, nada sale. Y el único contacto

    posible con otro cuerpo es el golpe o el gesto

    de rechazo: no me busques, no choques

    conmigo como un planeta contra otro

    en el espacio, no entres

    en mi órbita, no me hagas daño

    por querer tocarme. No me hagas daño.

    Los chicos conocen el poder

    de las pesadillas: nada hay

    en el mundo de la vigilia

    tan cierto, tan vívido. Aunque no sean

    materiales, las imágenes

    se clavan como aguijones

    en la carne tierna, recién nacida

    y la atormentan, la corona

    de espinas de los que son tan pequeños,

    tan insignificantes que ningún mesías

    vendría a la Tierra para salvarlos. La reina

    de las cosas que no existen y sin embargo

    causan una herida, un surco que una vez

    que se abre no termina

    nunca de cerrarse. Eso soy. La reina

    de las cosas que no existen. Y no sirve

    de nada que me digas: lo que estás viendo,

    lo que estás sintiendo no está ahí, es una visión,

    es un espectro, es la estela de lo que pasó

    y se fue y ya no podría herirte. No sirve

    de nada que le digas a alguien que ha perdido

    un brazo, una mano: un miembro fantasma

    no puede doler, no está ahí, solo el cuerpo

    tiene el poder de causar

    un dolor físico. Que cuides mi sueño, que te quedes

    despierta cuando venga la marea

    a arrancarme de la costa

    como a un pedazo de madera, un objeto

    inanimado que va y viene al ritmo de la fuerza

    y el capricho de los elementos

    que operan sobre él, que lo quiebran,

    lo sacuden, lo destrozan, lo devuelven

    convertido en una miríada

    de astillas. Que te quedes y me hables. Tus palabras

    son el soplo del dios sobre la arcilla: de un dios torpe,

    que no conoce la magnitud de su poder

    y se equivoca y vuelve

    sobre sus pasos una y otra vez, hasta que acierta

    o se da finalmente por vencido. Solo podría amar

    a un dios así, tan imperfecto

    que se desespera cuando una de sus criaturas

    no respira y le golpea el pecho y la lastima

    y no sabe cómo pero logra

    resucitarla, hacerla entrar, empujando

    con toda la violencia de su deseo,

    nuevamente a la vida.

     

     

     

     

     

     

     

    Salváme siempre de la mezquindad del corazón que sin prodigarse no tiene sentido nada,​​ no tiene sentido haber atravesado con brazadas inexpertas el peor tramo del río, el de los remolinos, no tiene sentido haber sobrevivido. Salváme siempre de la mezquindad del corazón.

     

     

     

     

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