La bala

 

Les pregunté a los gendarmes: por qué, y me dijeron: la próxima te

reventamos la cabeza.

 

Ariel Sulca, 8 años, de la murga “Los auténticos reyes del ritmo” de

la Villa 1-11-14 de Buenos Aires. Dos balazos de goma, una cicatriz

redonda justo encima de la ceja derecha.

 

 

Algunos seres que viven de la muerte

y la miseria de otros

han sido puestos

en el mundo para eso, igual que los pájaros​​ 

que revolotean sobre los cadáveres

o las bacterias que arrebatan la sangre

y hacen que explote

como una flor salvaje, la enfermedad

que ya no va a curarse. Algunos seres

que viven de la muerte y la miseria de otros

están infectados por el odio, podría decirse

que no han elegido su mal,

les fue inoculado a lo largo de los años,

igual que la sagacidad para elegir la víctima,

cuidadosamente, entre los más frágiles,

los que ya fueron tan golpeados que vacilan, trastabillan

y caen fácilmente. A esos los detestan, porque andan

a la luz igual que andan los sanos,

los patrones, y a veces

hasta se ríen o cantan, hasta bailan

bajo el sol de la siesta. No hay nada

que alimente más el odio

que una alegría visible, manifiesta,

una alegría que desborde como los ríos

desbordan en el verano, llevándose

todo por delante. No hay nada

más ofensivo para el odio

que la celebración de los que no tienen nada.

¿Cómo pueden celebrar, de qué se ríen, por qué bailan

cuando debieran esconderse, tragarse todo el aire

amargo y viciado que les corresponde,

tomar con las dos manos y en silencio

el caudal de mugre y de veneno

que les ha sido destinado, el alimento necesario

para que crezcan débiles, mansos, asustados?

¿Cómo pueden salir a cantar

y a bailar por las noches los chicos que nacieron en esos nidos

caídos del árbol, en ese revoltijo de maderas y chapas

que a tantos les causa rechazo

y espanto? ¿por qué no se esconden

como topos en sus casas subterráneas y dejan

el mundo a los demás, a los que han sido

bendecidos y aceptados, a los que tienen derecho

a reírse, a hablar alto, a tener sus fiestas en paz?

Un hilo de pólvora es el único lazo

que los predadores saben crear entre los que sufren

y los demás. Un hilo de pólvora en la cabeza,

las piernas, los brazos de los chicos que bailan

como si no existiera el odio que los quiere

eliminar, como si no existiera

la complicidad de los que no dicen nada

porque en el fondo no creen

que microbios como ellos merezcan una forma cualquiera

de felicidad. No deja, no dejará de sonar esta música,

ni uno solo de los que fueron heridos dejará

de bailar: lo único

más poderoso que la violencia es la alegría

de quien recibió la bala que lo viene persiguiendo

desde siempre, y aunque murió por un rato volvió al mundo

de los vivos y acá va a seguir,

porque hay quien muere dos veces

pero antes dos veces vive, así

de intensa es su rabia y su deseo, así de intensa es

que no cabe, no puede caber,

en un destino solo, en una sola vida.

 

 

 

 

 

 

 

El huevo de la serpiente

 

No se puede dejar de ver lo que viste.

Lo que viste se expande

como la tinta de un tatuaje bajo la piel, un número

en el brazo que pasa a ser tu nombre

desde entonces: así

se identifica a un prisionero. Uno, dos,

tres, un millón, un cuerpo más

entre los cuerpos, no se puede

dejar de ver lo que viste. Y en lo que viste

está lo que vendrá. El niño

que hunde un cuchillo en el vientre

suave del animal todavía vivo. El tajo

que lo abre entero. Los órganos,

la sangre, el corazón pequeño, su latido

rapidísimo, azuzado por el mordisco

del terror, el chillido

de la bestia que no tiene

palabras para explicar un sufrimiento

incomprensible. Eso viste. El molde

de las cosas que pasarán es ese: la expresión de placer

del niño que aprende

a ejercer la crueldad como aprendió a hablar,

a caminar, a leer de corrido. Ejercitando

una y otra vez lo que ya ha sido

probado sobre él mismo. Esa imagen es más real,

es más compacta que una piedra. En esa piedra está escrito

el libro que leerás toda tu vida: una familia

entera comiendo de la basura, buscando

alimento entre los desperdicios

como quien busca oro, la misma esperanza terca

y fallida. Una mujer que pasa, los ve,

se indigna. Dice​​ se roban la basura,

mi basura. El hombre, la mujer,

los niños que se avergüenzan, se disipan

como un nubarrón en un cielo de verano, pasajeros,

y se van y se llevan el hambre

y la fealdad consigo. El chico adolescente

al que patean, cuando ya lo tienen

vencido y en el piso, sus propios vecinos: son muchos,

lo conocen, era uno de ellos

hasta ayer. En este día es

el apestado, el paria al que se debe exterminar

para que el virus que lleva encima no

los contamine. Está escrita en la piedra,

la piedra que va a ser arrojada sobre el vidrio

de la casa tomada: vuelvan a su país, escóndanse

en sus madrigueras, en sus nidos, no suelten su cría

en nuestras calles. La temporada de caza

que se abre todos los días, apenas sale el sol:

hay que encontrar alguien más débil, más raro,

más indefenso que uno mismo. Hay que afinar

la puntería, la matanza

para proteger al amo que nos cuida. Qué sería

de nosotros sin el amo, si su infinita

generosidad dejara de otorgarnos

el favor de la vida. No se puede

dejar de ver lo que viste: la alegría,

el alivio de estar entre los que sobreviven,​​ no me ha tocado

esta vez, estoy salvado y mientras sepa

diferenciarme bien de los desgraciados, la desgracia

no podrá meterse conmigo. Está escrito, también, que no sirve

escribir: es apenas

contar cómo crece en tu interior, en tus vísceras,

en su huevo de paredes

translúcidas, la serpiente que apenas asome

a la vida, se enroscará en tu cuello para arrancarte

las palabras una a una junto con el aire

que te anima, a menos

que en lugar de escribir sobre la asfixia

y el veneno, te decidas

a abrirte el vientre y ver: el reptil está ahí,

ese es su nido. Hay que matarlo.

No permitas que quede con vida

para que su veneno —tu veneno— te corra por la sangre

como un río sucio y peligroso que te obliga

a embrutecerte para arrancarle a otro

el hálito vital, el antídoto.

Que se quede sin aire, sin alimento,

que ya no pueda nutrirse

y crecer y reproducirse y se cierre

por fin el círculo de fuego del dolor

que se padece y que se inflige.

 

 

 

 

 

 

 

El dios de los fallados

 

Soñé que cruzábamos una calle peligrosa,

estabas del otro lado pero eras

inalcanzable. Te llamaba y no

podías escucharme. ¿Cómo vivimos, te dije,

con esa confusión, esa inquietud, esa ausencia

de sabiduría? Un puño cerrado es una vida

así. Nada entra, nada sale. Y el único contacto

posible con otro cuerpo es el golpe o el gesto

de rechazo: no me busques, no choques

conmigo como un planeta contra otro

en el espacio, no entres

en mi órbita, no me hagas daño

por querer tocarme. No me hagas daño.

Los chicos conocen el poder

de las pesadillas: nada hay

en el mundo de la vigilia

tan cierto, tan vívido. Aunque no sean

materiales, las imágenes

se clavan como aguijones

en la carne tierna, recién nacida

y la atormentan, la corona

de espinas de los que son tan pequeños,

tan insignificantes que ningún mesías

vendría a la Tierra para salvarlos. La reina

de las cosas que no existen y sin embargo

causan una herida, un surco que una vez

que se abre no termina

nunca de cerrarse. Eso soy. La reina

de las cosas que no existen. Y no sirve

de nada que me digas: lo que estás viendo,

lo que estás sintiendo no está ahí, es una visión,

es un espectro, es la estela de lo que pasó

y se fue y ya no podría herirte. No sirve

de nada que le digas a alguien que ha perdido

un brazo, una mano: un miembro fantasma

no puede doler, no está ahí, solo el cuerpo

tiene el poder de causar

un dolor físico. Que cuides mi sueño, que te quedes

despierta cuando venga la marea

a arrancarme de la costa

como a un pedazo de madera, un objeto

inanimado que va y viene al ritmo de la fuerza

y el capricho de los elementos

que operan sobre él, que lo quiebran,

lo sacuden, lo destrozan, lo devuelven

convertido en una miríada

de astillas. Que te quedes y me hables. Tus palabras

son el soplo del dios sobre la arcilla: de un dios torpe,

que no conoce la magnitud de su poder

y se equivoca y vuelve

sobre sus pasos una y otra vez, hasta que acierta

o se da finalmente por vencido. Solo podría amar

a un dios así, tan imperfecto

que se desespera cuando una de sus criaturas

no respira y le golpea el pecho y la lastima

y no sabe cómo pero logra

resucitarla, hacerla entrar, empujando

con toda la violencia de su deseo,

nuevamente a la vida.

 

 

 

 

 

 

 

Salváme siempre de la mezquindad del corazón que sin prodigarse no tiene sentido nada,​​ no tiene sentido haber atravesado con brazadas inexpertas el peor tramo del río, el de los remolinos, no tiene sentido haber sobrevivido. Salváme siempre de la mezquindad del corazón.